domingo, 14 de diciembre de 2008

ARQUITECTURA Y URBANISMO por Alfredo Aracil

Orden, estatismo, geometría y miedo a lo otro. Imposición de lo puro en detrimento de lo híbrido. El legado de la arquitectura moderna pervive como un residuo, y todavía articula los ritmos, los modos y los planes de urbanismo de nuestras ciudades contemporáneas. Sobran ejemplos, basta con analizar las últimas intervenciones de ayuntamientos como el de Madrid. Su genealogía comienza, al parece, con el triunfo de la cultura clásica sobre los bárbaros adoradores de los colores chillones. Y mientras sus ideólogos, héroes de lo racional y de la imposición prediscursiva, descansan en manuales de urbanismo y arquitectura que todavía se estudian con fervor, nuestras ciudades envejecen. No sólo no se adaptan a las nuevas necesidades sociales que sus habitantes demandan, sino que además suponen una barrera que consuman la separación del sujeto contemporáneo. Walter Benjamín peco de ingenuo, fue deslumbrado por la cegadora luz de la modernidad; se dejo influir por un relato de fantasmas e ingravidez romántica. La ciudad no se percibe de manera colectiva. Es cierto que nos golpea, pero no en un estado de distracción. Por el contrario, su influencia configura de manera subjetiva y directa nuestro ser más íntimo, lo constriñe y lo condena a una situación de vigilancia, castigo y discriminación. Nuestras ciudades necesitan un cambio que rompa con la alienación y con el ocio espectacular. Una revolución que transforme la dominación masculina que articulan nuestro trazado urbano, y condena a los espacios públicos a la desaparición. Hasta ahora lo racional, el orden y la función eran meros atributos masculinos, necesarios de cara a organizar una ciudad pensada para hombres blancos y heterosexuales que se desplazan en automóviles.

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